Escapar

<b>Escapar</b>
El 27 de enero de 1979 tu sangre y la lluvia mojaron nuestra acera

10 junio 2010

Diálogo


Les “pego” un artículo de Víctor Manuel Arbeloa recientemente publicado en Diario de Navarra. Sobre el diálogo. Aprenderán mucho políticos decentes y ciudadanos conscientes. A la “gente” le traerá sin cuidado. Con gran placer leo al de Mañeru desenmarañando –una vez más- el intrincado conjunto de significados que se adjudican a la palabra diálogo y que la vuelven casi irreconocible, incluso contradictoria con su verdadera sustancia. Es importante saber qué decimos cuando decimos. En ocasiones crucial. Muchísimas veces no vale disculpar nuestras imprecisiones y hasta falsificaciones del lenguaje con un “tú sabes qué quiero decir”. Muy recomendable la lectura de su libro Perversiones políticas del lenguaje. Las palabras lo son todo.

Vuelvo con la burra al trigo. Recordemos que ZP y los suyos, acompañados de ingenuos y malvados, enmascararon con el diálogo el trato, la negociación, el apaño o la componenda con los terroristas. Nunca fue un diálogo, palabra siempre positiva, y por eso utilizada al efecto. La verdad era otra cosa bastante menos confesable. La auténtica naturaleza del asunto entre ZP y los etarras podría no vender bien. Así que cambiándole el nombre arreglado. Es decir, se hace cosa muy distinta de la que se dice. Nos mintieron por toda la boca. Lo dicho, que las palabras lo son todo. Lea y compruébelo.

Sobre el diálogo - Diario de Navarra, 29.05.2010

El diálogo, como el amor, es uno de los fenómenos vitales decisivos, extremadamente complejos, y por todo ello manipulados y desnaturalizados a menudo. El auténtico diálogo, que va más allá de la mera conversación, versa sobre problemas comunes que atañen, de un modo u otro, a personas, instituciones o comunidades. Problemas que salen al paso ("pro-ballo" en griego) a los valores, los ideales, las verdades que comprometen y deciden el sentido de nuestra vida personal y colectiva.

Todo diálogo genuino, teórico, práctico, o teórico-práctico, implica una actitud de búsqueda y resolución. Los "plenamente satisfechos" enseñan tal vez satisfactoriamente, pero rara vez dialogan.

Los sujetos dialogantes, de distintas orientaciones, buscan la verdad y el valor en medio de certezas y dudas, porque entre los humanos no se encuentra así como así el valor y la verdad absolutos. Y para poder comenzar a dialogar, comprendiendo lo que dicen y quieren, necesitan unos presupuestos comunes: un lenguaje común; un método común, que supone un reconocimiento del valor y autonomía de la razón; unas reglas del juego comunes, acordada, y una medida común o criterio fundamental compartido, que no puede ser más que el hombre como fin en sí mismo, único criterio de valor universal. Todas las mesas de diálogo son redondas, no admiten preferencia ni preeminencia alguna.

Condiciones de todo diálogo válido son la libertad, real y jurídica, y la sinceridad cabal de las partes, lo que significa aquí una voluntad dialogante que acepte todas las consecuencias de esta experiencia común y persiga, sin ningún tipo de instrumentalización, los auténticos fines de la misma.

Éstos son la mutua comprensión, así como el acercamiento y enriquecimiento de las diferentes posiciones teórico-prácticas de los hombres, instituciones o comunidades dialogantes. Y, en último término, el progreso en la verdad universal, que acaba no pocas veces en comunicación-comunión y fructífera colaboración.

Dialogan hombres, no doctrinas, en paridad de derechos, en relación recíproca. Los sujetos dialogantes están vocados a dar y recibir, a enseñar y aprender. Todos ellos están en posición de iniciativa y escucha, sostenidos por la comprensión mutua, que nace de la confianza de que todo sincero dialogante es capaz de verdad, amor y progreso. Solemos llamarla apertura mental y existencial hacia el otro. Y es que sólo a partir de lo que nos une con los otros llegamos a comprender bien lo que nos separa de ellos.

Esa mutua comprensión es ya un acercamiento objetivo, que hace posible trazar con precisión la línea de demarcación entre las diferentes posiciones; disipar inveterados malentendidos; llevar a cabo la liberadora autocrítica, una de las mayores dificultades en la práctica dialógica, sobre todo cuando dialogan instituciones y comunidades; y asumir los nuevos valores descubiertos en el otro, a la vez que se entienden mejor los propios.

Todo eso es ya un enriquecimiento, o, mejor, una aproximación enriquecedora, que no tiene por qué tacharse de infidelidad a los propios principios defendidos en la interlocución, cuando es realmente una fidelidad -crítica y autocrítica, creadora y renovada- a sí mismo y a los otros.

Como bien se ve, el diálogo genuino es harto diverso de lo que se entiende vulgarmente como discusión interesada, competición, desafío o polémica, que suelen ser lo contrario de aquél.

Diferente es también de otros géneros de persuasión, como la enseñanza, la apología, la catequesis (instrucción de viva voz, en griego) o el proselitismo, que suelen servirse a menudo del ejercicio del diálogo para su fines últimos, que no son los mismos de los que acabamos de hablar. Ay, Señor, cuántos errores cometidos bajo el nombre venerable de diálogo. Cuántos.