Hoy cambio el rollo radicalmente. Nuestro hijo Jaime recibió este sábado su primera, que no última, comunión. Con esta entrada lo habrán intuido, pero me urge declarar que no ha sido un mero acto social. Maribel y yo intentamos inculcar a nuestros hijos la fe en Jesús de Nazaret. En mi caso, no sabría explicarlo muy bien, la verdad. Creo que creo, pero en cualquier caso, si algo de fe tengo, es escasa y vacilante. “Fe que no duda es fe muerta.” Si hacemos caso a esta sentencia de Unamuno debiera estar contento. Pero no se crean, que la cosa es una gaita.
El caso es que Jaime ingresó en la comunidad de los hijos de Dios con el bautismo. Ahora este sacramento le abre más puertas a la Gracia Divina. Y si decide ir alimentando su fe a lo largo de la vida aceptando la Gracia, será cada día más libre. Más o menos es lo que creo o tiendo a creer. A partir de ahí no sé mucho más. Siento lejanas y no muy plausibles las ternezas en el terreno de la fe en Jesucristo. Me cargan los fastidiosos relatos de quienes juran sentir la presencia de Dios detrás de la puerta de su váter, entre las mantas de su cama o en el escritorio de su oficina. Para muchos es socorrido vivir así, supongo. Descarga mucha responsabilidad en Dios, para bien y para mal. Tiendo a pensar que se autoengañan o algo así. Seguro que soy injusto, pero bueno. Que alguien me disculpe. Es que paso por una etapa destructora y no me cuesta mucho zumbar al prójimo. No me hagan caso.
En su día me hice bastante refractario al providencialismo. En contra de lo que repite mucha piedad popular, Dios no es la explicación de cada cosa, buena o mala, que me ocurre. Mi suegro Emilio quedó huérfano de padre y madre siendo muy niño, de modo que apenas recuerda cosas de sus progenitores. Dios se los llevó al cielo, Dios sabe por qué, Dios jodió la vida de Emilito… Qué simpático el dios ese… Que Emilito se criara sin padre ni madre, arrostrando así para siempre carencias y traumas, no era voluntad de lo alto, digo yo. Esto a modo de ejemplo. Esta actitud mía de rechazo del providencialismo creo que es muy razonable, aunque tal vez haya ocasionado daños colaterales: resulta que no encuentro a Dios por parte alguna de los días, leches. Y hombre, ni lo juno ni lo jotro ¿no? Esta simpleza mía, un todo o nada, me dejó así, como un tonto incapaz de descubrir a Dios en los pucheros, como Santa Teresa. No sé. El caso es que lo mío es muy a palo seco de siempre. Y claro, costoso.
Pido a Dios que les enseñe a mis hijos Daniel y Jaime a descubrir su mano en lo cotidiano, de manera que lo tendrán todo medio ganado en su fe. A ver si de rebote aprende algo el cabestro de su padre. Complicado lo tengo, pero bueno. He intentado desasirme del tantas veces áspero discurrir de mi vida religiosa, proponiéndome el ejercicio de no creer. Con un par. Así, a propósito, poniéndome de lado del enemigo. No se puede, oiga. Créanme, me resulta mucho más complicada la increencia. Me es completamente imposible renunciar a Dios. Todo mi ser lo sabe, lo grita: Dios está ahí. No como un dios lejano y que es “algo” en que necesitamos creer para explicarnos a nosotros mismos, sino como alguien que nos manifestó la verdad mediante Jesús: somos hijos del Padre, por tanto hermanos. Y ahí tenemos la misión: no podemos pasar por la vida, como quien transita un pasillo. Se trata de implicarnos con los demás, con esta puñetera realidad social en la que vivimos y otras que nos resultan más ajenas y lejanas.
El problema radica en la conexión de esas grandes verdades que llevo empotradas en el alma, con el resto de mi pobre ser. ¡Qué listo! De modo que así ando, como en tierra de nadie, pero de Dios, vaya. Eso creo, espero. Como náufrago en bote salvavidas, seguro de que rema en la dirección adecuada, aunque no vea un puñetero punto en el horizonte que delate tierra firme. Sé que está. Ya ven, el día de la Primera Comunión de Jaime es, por un momento, el día de las flaquezas de su padre. No es una cuestión de egocentrismo, que a lo mejor también; es que no era un simple acto social, sino que ha toquiteado en mis bases, las que me fueron transmitidas y siento ciertas.
Mientras Jaime accionaba por el presbiterio leyendo una petición en modo adorable o recibía la sagrada forma, yo recordaba, como levantando acta, la intervención de mis difuntos padres en mi vida de cristiano, en mi vida, vaya, que no hay una y otra vidas. Y besé con cariño el anillo de mi meñique, alianza de bodas de mi madre, recibida a su vez de su suegro, mi abuelo José Miguel, fracasado en su intento de “américas” argentinas, que vivió y murió como hombre honrado y pobre, a que decir otra cosa. Como su hijo Jesús, mi padre, hombre de fe implicado en la historia que le tocaba vivir y que le costó que lo asesinaran. Vamos, un recorrido emocionado por los tan preciados eslabones precedentes de mi vida, por las distintas facetas de sus existencias. Sintiéndome muy honrado por sus vidas. Ante la memoria de aquellas gentes de bien y de profunda fe, ante Dios y mis hijos, hice una suerte de recepción y aceptación de herencia de esa carga de vida que, como torrente de agua que baja de lo alto, llega hasta hoy, hasta mis hijos, con la ayuda de Dios: la fe, tesoro que albergo y que, idiota de mí, no agradezco ni acierto aprovechar como se merece. Pero bueno, con bastante de paz, no se crean.
El caso es que Jaime ingresó en la comunidad de los hijos de Dios con el bautismo. Ahora este sacramento le abre más puertas a la Gracia Divina. Y si decide ir alimentando su fe a lo largo de la vida aceptando la Gracia, será cada día más libre. Más o menos es lo que creo o tiendo a creer. A partir de ahí no sé mucho más. Siento lejanas y no muy plausibles las ternezas en el terreno de la fe en Jesucristo. Me cargan los fastidiosos relatos de quienes juran sentir la presencia de Dios detrás de la puerta de su váter, entre las mantas de su cama o en el escritorio de su oficina. Para muchos es socorrido vivir así, supongo. Descarga mucha responsabilidad en Dios, para bien y para mal. Tiendo a pensar que se autoengañan o algo así. Seguro que soy injusto, pero bueno. Que alguien me disculpe. Es que paso por una etapa destructora y no me cuesta mucho zumbar al prójimo. No me hagan caso.
En su día me hice bastante refractario al providencialismo. En contra de lo que repite mucha piedad popular, Dios no es la explicación de cada cosa, buena o mala, que me ocurre. Mi suegro Emilio quedó huérfano de padre y madre siendo muy niño, de modo que apenas recuerda cosas de sus progenitores. Dios se los llevó al cielo, Dios sabe por qué, Dios jodió la vida de Emilito… Qué simpático el dios ese… Que Emilito se criara sin padre ni madre, arrostrando así para siempre carencias y traumas, no era voluntad de lo alto, digo yo. Esto a modo de ejemplo. Esta actitud mía de rechazo del providencialismo creo que es muy razonable, aunque tal vez haya ocasionado daños colaterales: resulta que no encuentro a Dios por parte alguna de los días, leches. Y hombre, ni lo juno ni lo jotro ¿no? Esta simpleza mía, un todo o nada, me dejó así, como un tonto incapaz de descubrir a Dios en los pucheros, como Santa Teresa. No sé. El caso es que lo mío es muy a palo seco de siempre. Y claro, costoso.
Pido a Dios que les enseñe a mis hijos Daniel y Jaime a descubrir su mano en lo cotidiano, de manera que lo tendrán todo medio ganado en su fe. A ver si de rebote aprende algo el cabestro de su padre. Complicado lo tengo, pero bueno. He intentado desasirme del tantas veces áspero discurrir de mi vida religiosa, proponiéndome el ejercicio de no creer. Con un par. Así, a propósito, poniéndome de lado del enemigo. No se puede, oiga. Créanme, me resulta mucho más complicada la increencia. Me es completamente imposible renunciar a Dios. Todo mi ser lo sabe, lo grita: Dios está ahí. No como un dios lejano y que es “algo” en que necesitamos creer para explicarnos a nosotros mismos, sino como alguien que nos manifestó la verdad mediante Jesús: somos hijos del Padre, por tanto hermanos. Y ahí tenemos la misión: no podemos pasar por la vida, como quien transita un pasillo. Se trata de implicarnos con los demás, con esta puñetera realidad social en la que vivimos y otras que nos resultan más ajenas y lejanas.
El problema radica en la conexión de esas grandes verdades que llevo empotradas en el alma, con el resto de mi pobre ser. ¡Qué listo! De modo que así ando, como en tierra de nadie, pero de Dios, vaya. Eso creo, espero. Como náufrago en bote salvavidas, seguro de que rema en la dirección adecuada, aunque no vea un puñetero punto en el horizonte que delate tierra firme. Sé que está. Ya ven, el día de la Primera Comunión de Jaime es, por un momento, el día de las flaquezas de su padre. No es una cuestión de egocentrismo, que a lo mejor también; es que no era un simple acto social, sino que ha toquiteado en mis bases, las que me fueron transmitidas y siento ciertas.
Mientras Jaime accionaba por el presbiterio leyendo una petición en modo adorable o recibía la sagrada forma, yo recordaba, como levantando acta, la intervención de mis difuntos padres en mi vida de cristiano, en mi vida, vaya, que no hay una y otra vidas. Y besé con cariño el anillo de mi meñique, alianza de bodas de mi madre, recibida a su vez de su suegro, mi abuelo José Miguel, fracasado en su intento de “américas” argentinas, que vivió y murió como hombre honrado y pobre, a que decir otra cosa. Como su hijo Jesús, mi padre, hombre de fe implicado en la historia que le tocaba vivir y que le costó que lo asesinaran. Vamos, un recorrido emocionado por los tan preciados eslabones precedentes de mi vida, por las distintas facetas de sus existencias. Sintiéndome muy honrado por sus vidas. Ante la memoria de aquellas gentes de bien y de profunda fe, ante Dios y mis hijos, hice una suerte de recepción y aceptación de herencia de esa carga de vida que, como torrente de agua que baja de lo alto, llega hasta hoy, hasta mis hijos, con la ayuda de Dios: la fe, tesoro que albergo y que, idiota de mí, no agradezco ni acierto aprovechar como se merece. Pero bueno, con bastante de paz, no se crean.