PRÓLOGO DE "MORIR PARA CONTARLO" DE LA PERIODISTA DE EL MUNDO ÁNGELES ESCRIVÁ
La historia que aquí se cuenta cayó en mis manos de forma indirecta, casi por casualidad. Fue Pedro J. Ramírez quien me pidió que le echase un vistazo para calibrar su interés profesional. La abordé con el mismo cansancio que sentíamos todos a esas alturas. Después de veinte años de escuchar y ver atentados y secuestros y haber tenido que mantener la distancia suficiente como para contarlos. Después de más de décadas de haber tenido que incorporar inevitablemente su trágica iconografía a mi vida. Sintiendo una rabia intensa, la mayor parte de las veces. Otras no. Otras tenía que obligarme a ver que detrás de la noticia había personas y no movimientos estratégicos más o menos burdos entre un Estado y una banda terrorista. Por que la épica del mal atrapa intelectualmente y al final todo se reduce a un movimiento de piezas y a una especie de partida, una especie de largo combate incorporado a la cotidianeidad. En definitiva, sentía ese cansancio de las contradicciones y del exceso de intensidad. Y ETA había dejado de matar y era tanta la tentación de cambiar de piel…
La lucha contra ETA ha atravesado muchas etapas. Los primeros 20 años de la democracia, y no es poco tiempo, probablemente se caracterizaron por una especie de complejo hacia el pasado más inmediato. Ese fue el motivo por el que la sociedad española acabó siendo enormemente generosa con los miembros de ETA. Se decidió amnistiarlos y así se hizo; más tarde, a principios de los ochenta, se decidió darles una oportunidad a los que, ya en un sistema de libertades, quisieran abandonar a la organización terrorista, y se les posibilitó su regreso al País Vasco con tan escasas exigencias que quedan decenas de crímenes de aquel entonces sin esclarecer. Se quiso mantener una vía de salida y los sucesivos gobiernos estuvieron siempre prestos a su reinserción – se contabilizan centenares de casos- hasta el punto de que, a veces, los terroristas ni siquiera entraban en prisión o centenares de años de condena se saldaban con muy pocos años de reclusión. Sus partidos políticos tenían representación parlamentaria y cobraban de los impuestos de todos, sus familiares eran ayudados con el dinero público, sus asociaciones presentadas como movimientos humanitarios que merecían tener el respaldo institucional. Y, además, siempre se mantuvo la puerta abierta a la negociación con sus dirigentes.
Tuvieron que pasar muchas cosas para que se cambiase este tipo de política y esa mentalidad que nos había mantenido en una especie de empate infinito en el que ellos golpeaban y el Estado devolvía el golpe o al contrario, pero siempre superados por un horroroso bucle sin final en el que los muertos a veces parecían peones; simples y desmadejados parapetos asaltados a traición. Resignados sujetos sacrificiales al servicio de aquel enorme esfuerzo colectivo por construir un sistema democrático. Contra toda inercia, con la aplicación de la Ley y de la lógica, esa estrategia consiguió ser modificada, de modo que, cuando ETA traspasó todos los umbrales de sadismo, los empates se acabaron y los terroristas salvapatrias empezaron a perder la partida. Porque también hemos sido valientes y resistentes y solidarios. E incluso, algunos fueron héroes porque pensaron que todos merecíamos una sociedad mejor y se dejaron la vida en ello. Aun así, cuando la organización terrorista quedó derrotada, un Gobierno democrático se sentó con sus dirigentes a negociar aspectos que jamás debieron ponerse en una mesa con esos componentes y les ofreció una salida que, de nuevo, rechazaron.
Llegados a este punto, no puede ser bueno que todo esto quede olvidado. No es suficiente con que se repita que las víctimas y sus familias son nuestro referente moral y después, asaltados por urgencias más inmediatas, intentemos dejar en el fondo de nuestras prioridades aquel trago que fue tan amargo. No hay nación ni sociedad civilizada que se precie, que valore tan poco aquello que costó tanto esfuerzo.
En las fechas en las que escribo estas líneas, las Fuerzas de Seguridad han contabilizado 112 actos de homenaje a los terroristas y las páginas interiores de los diarios cuentan cómo todo un grupo parlamentario dominado por proetarras ‘blanqueados’ ha salido en su defensa; que el diputado general de Guipúzcoa ha otorgado una medalla al periódico que fuera vocero e instrumento de la banda terrorista y que recibe con honores institucionales a aquellos que formaron parte del semillero de ETA, que hace más de dos años que no mata pero que se mantiene de forma residual intentando que sea su relato de lo ocurrido el que prevalezca.
Sabios estrategas, conocedores profundos de la historia de las guerras advierten de que no hay que humillar al derrotado porque esa actitud sólo consigue enquistar el rencor. Y tienen razón. Pero procurar su alivio violentando a quienes siempre han apostado por construir sin utilizar la violencia no parece la mejor de las soluciones. Un país que buscase venganza, deshonraría la memoria de sus ancestros y demostraría su debilidad. Pero un país que no resolviese con serenidad, dignidad y decencia, un episodio tan doloroso y tan relevante, puede convertirse en papel mojado sobre el que cualquiera puede escribir su versión de la historia.
Este libro, centrándose en un solo caso, cuenta una increíble y desgarradora tragedia colectiva que vivimos muy intensamente y durante muchos años. Cuenta también la tragedia íntima de Salvador y de las personas que le quieren y cuánto le costó superarla y da referencia de la enorme calidad humana de su compañera y de sus compañeros de viaje. Y, finalmente, expone las conclusiones personales, la mayor parte de ellas muy amargas y críticas, la lectura política, la perspectiva de una víctima del terrorismo.
No tenemos por qué coincidir en esas conclusiones, ni siquiera tenemos que coincidir en el concepto de país que puedan tener las víctimas y sus familiares, ni en su visión de España. No se trata de eso. Supongo que hubo casi tantas víctimas como planteamientos. Es suficiente con que tengamos claro que fue inaceptable, inasumible, totalmente cobarde e ilegítimo que un enorme grupo de terroristas y sus simpatizantes y sus votantes, tratasen de imponer sus ideas asesinando. Y que, para merecernos respeto, hemos de mostrar agradecimiento y respeto, en el más amplio sentido del término, a quienes nos ayudaron a resistir. Esa es, creo, modestamente, la abismal diferencia.
Doy las gracias a Salvador por su lucha y por haber pensado en mí para esta introducción. Me siento honrada. Sin duda, me viene grande.